domingo, 12 de julio de 2009

El estado de los Derechos Humanos en el Mundo / Reporte 2009 Amnistía Internacional

PROLOGO. No se trata sólo de economía... es una crisis de Derechos Humanos. Por Irene Khan.

En septiembre de 2008 me encontraba en Nueva York para asistir a la reunión de alto nivel de la ONU sobre los Objetivos de Desarrollo del Milenio, las metas acordadas por la comunidad internacional para reducir la pobreza antes de 2015. Una tras otra, las delegaciones hablaron de la necesidad de destinar más fondos para erradicar el hambre, para poner freno a las muertes evitables de bebés y mujeres embarazadas, para proporcionar agua no contaminada y condiciones de salubridad o para educar a las niñas. Estaban en juego la vida y la dignidad de miles de millones de personas, pero la voluntad de respaldar el discurso con dinero era muy limitada. Cuando salí del edificio de la ONU vi en las pantallas informativas una noticia muy diferente que llegaba de otra zona de Manhattan: el desplome de uno de los mayores bancos de inversión de Wall Street. Era una señal muy elocuente de dónde estaban concentrados realmente la atención y los recursos internacionales. En un abrir y cerrar de ojos, los gobiernos ricos y poderosos fueron capaces de reunir sumas muy superiores a las que no habían logrado encontrar para frenar la pobreza. Inyectaron dinero en abundancia a bancos en quiebra y a programas de estimulación de economías encalladas a las que se había permitido navegar sin rumbo durante años.

Al final de 2008 estaba claro que nuestro mundo de doble cara – privación y codicia, o el empobrecimiento de muchos para satisfacer la avaricia de unos pocos– se hundía en un agujero negro.

La recesión económica mundial reproduce el patrón del cambio climático: los ricos han causado la mayor parte de la destrucción, pero son los desfavorecidos quienes sufren las peores consecuencias. Aunque nadie está a salvo de la amarga punzada de la crisis económica, las cuitas de los países ricos no son nada comparadas con las calamidades que se ciernen sobre los más pobres. Desde los trabajadores migrantes en China hasta los mineros de Katanga, en la República Democrática del Congo, la gente que intenta desesperadamente salir de la pobreza se está llevando la peor parte. El Banco Mundial ha pronosticado que este año otros 53 millones de personas se verán abocadas a la pobreza, además de los 150 millones a quienes afectó la crisis alimentaria el año pasado, con lo que se esfuman los avances logrados en los últimos 10 años. Según las cifras de la Organización Internacional del Trabajo, entre 18 y 51 millones de personas podrían perder su empleo. Cada vez hay más hambre y enfermedades debido a la drástica subida de los precios de los alimentos, y más personas sin hogar y en la indigencia a causa de los desalojos forzosos y los embargos de bienes hipotecados.

Aún es demasiado pronto para predecir todos los efectos que tendrá en los derechos humanos el despilfarro de los últimos años, pero no hay duda de que la sombra que la crisis económica proyectará sobre estos derechos será alargada. También es patente que los gobiernos no sólo han renunciado a la regulación económica y financiera en favor de las fuerzas del mercado, sino que además han fracasado estrepitosamente a la hora de proteger los derechos humanos, la vida y el sustento de las personas.

Miles de millones de personas sufren inseguridad, injusticia y humillación. Estamos ante una crisis de derechos humanos.

La falta de comida, empleo, agua no contaminada, tierra y vivienda, junto con el aumento de la desigualdad y la inseguridad, la xenofobia y el racismo, la violencia y la represión, conforman una crisis mundial que requiere soluciones globales basadas en la cooperación internacional, los derechos humanos y el Estado de derecho. Por desgracia, los gobiernos poderosos están volviendo la mirada hacia sí mismos, tratando de atajar exclusivamente los problemas económicos y financieros en sus propios países y haciendo caso omiso de la crisis mundial que los rodea. Si en algún momento se plantean emprender acciones de ámbito internacional, se limitan a la economía y a las finanzas, con lo que reproducen los errores del pasado.

El mundo necesita un liderazgo diferente, un modelo distinto de política y también de economía, algo que funcione para todas las personas, y no únicamente para unos pocos privilegiados. Necesitamos líderes que propicien en los Estados el cambio de los ntereses propios nacionales y la estrechez de miras a la colaboración multilateral, para que las soluciones sean integradoras, completas, sostenibles y respetuosas con los derechos humanos. Debe ponerse fin a las alianzas forjadas entre gobiernos y empresas con afán de enriquecerse a expensas de los sectores marginados. Deben desaparecer los pactos de conveniencia que eximen a gobiernos abusivos de la rendición de cuentas.

Las múltiples caras de la desigualdad

Muchas voces expertas señalan que millones de personas han sido rescatadas de la pobreza gracias al crecimiento económico, pero lo cierto es que son muchas más las que siguen en la misma situación; los progresos han sido demasiado frágiles (tal como ha puesto de manifiesto la reciente crisis) y el coste en derechos humanos, demasiado elevado. En los últimos años, los derechos humanos se han visto relegados con demasiada frecuencia a un segundo plano, mientras el torbellino de la globalización salvaje generaba un crecimiento frenético. Las consecuencias son claras: aumento de la desigualdad, la privación, la marginación y la inseguridad; represión descarada e impune de las protestas; y una ausencia general de arrepentimiento y de rendición de cuentas entre los responsables de los abusos (gobiernos, grandes empresas e instituciones financieras internacionales). Las crecientes muestras de violencia y disturbios políticos se suman a la inseguridad mundial que ya existe a causa de los conflictos sangrientos que la comunidad internacional parece no poder o no querer resolver. Dicho de otro modo: caminamos sobre un polvorín de desigualdad, injusticia e inseguridad que está a punto de estallar.

Pese al crecimiento económico sostenible de muchas partes de África, millones de personas siguen viviendo bajo el umbral de la pobreza y luchan por satisfacer sus necesidades básicas. América Latina es posiblemente la región con más desigualdades del mundo, donde se niega a las comunidades indígenas y a otros grupos marginados de zonas rurales o urbanas el derecho a la atención médica, el agua no contaminada, la educación y una vivienda adecuada, a pesar del impresionante crecimiento de las economías nacionales. India emerge como gigante económico en Asia, pero todavía tiene que abordar las penurias que sufre su población urbana pobre o sus comunidades rurales marginadas. En China se ensancha aún más la brecha entre el nivel de vida de los trabajadores rurales y migrantes y las acomodadas clases urbanas.

Hoy en día, la población mundial es mayoritariamente urbana y más de mil millones de personas viven en barrios marginales. Es decir, uno de cada tres habitantes de las ciudades reside en asentamientos precarios con escaso o nulo acceso a servicios básicos, y bajo la amenaza diaria de la inseguridad, la violencia y los desalojos forzosos. El 60 por ciento de la población de Nairobi (Kenia) vive en barrios marginales: Kibera, el barrio marginal más grande de África, está habitado por un millón de personas. Por dar otro ejemplo, unos 150.000 camboyanos corren peligro de ser desalojados por la fuerza debido a disputas de tierras, apropiación de terrenos y proyectos de reurbanización de zonas agroindustriales y urbanas.

La desigualdad derivada de la globalización no es exclusiva de los países en desarrollo. Según muestra el informe publicado en octubre de 2008 por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), también en los países industrializados «el crecimiento económico de los últimos decenios ha beneficiado más a los ricos que a los pobres». Estados Unidos, el país más rico del mundo, ocupa el puesto 27, de 30, en la clasificación por índice de pobreza endémica y aumento de la disparidad de ingresos de los miembros de la OCDE.

Desde los sectores urbanos desfavorecidos de las favelas de Río de Janeiro, en Brasil, hasta las comunidades romaníes de los países europeos, la cruda realidad es que mucha gente es pobre a causa de las políticas abiertas o solapadas de discriminación, marginación y exclusión adoptadas o toleradas por el Estado y aplicadas con la connivencia de empresas o actores privados. No es una mera coincidencia que gran parte de las personas pobres del mundo sean mujeres o migrantes, o pertenezcan a minorías étnicas o religiosas. Tampoco es casualidad que la mortalidad materna siga siendo una de las principales causas de muerte de nuestro tiempo, pese a que un gasto mínimo en atención obstétrica de urgencia salvaría la vida de cientos de miles de mujeres en edad de procrear.

Un ejemplo claro de la connivencia entre las empresas y el Estado para privar a las personas de sus tierras y recursos naturales y dejarlas sumidas en la pobreza es el caso de las comunidades indígenas. En Bolivia, muchas familias indígenas guaraníes de la región del Chaco viven en lo que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha descrito como estado de servidumbre análogo a la esclavitud. Por su parte, el relator especial de la ONU sobre los pueblos indígenas, tras su visita a Brasil en agosto de 2008, criticó la persistente discriminación que subyacía en la elaboración de políticas, la prestación de servicios y la administración de justicia relacionadas con las comunidades indígenas del país.

La desigualdad se extiende al propio sistema de justicia. Las instituciones financieras internacionales, deseosas de fortalecer la economía de mercado y fomentar la inversión de empresas extranjeras y actores privados, han financiado reformas jurídicas del sector comercial en varios países en desarrollo. Sin embargo, no se ha hecho un esfuerzo comparable para garantizar que las personas pobres pueden reivindicar sus derechos y buscar resarcimiento en los tribunales por las violaciones cometidas por gobiernos o empresas. Según la Comisión de la ONU para el Empoderamiento Jurídico de los Pobres, alrededor de dos tercios de la población mundial carecen de un acceso significativo a la justicia.

Las múltiples formas de inseguridad

Al coincidir diversos factores en un clima de recesión económica, es probable que aumente el número de personas que viven en la pobreza y que sufren abusos contra sus derechos humanos. En primer lugar, las políticas de ajuste estructural dirigidas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI) hasta hace 10 años han debilitado las redes de seguridad social, tanto en los países en desarrollo como en los desarrollados. Estas políticas fueron concebidas para crear en el seno de los Estados unas condiciones que soportasen la economía de mercado y para abrir los mercados nacionales al comercio internacional. Condujeron a la promoción de un Estado mínimo en el que los gobiernos suprimieron sus obligaciones en materia de derechos económicos y sociales en beneficio del mercado. Además de invocar la liberalización económica, las políticas de ajuste estructural fomentaron la privatización de los servicios públicos, la desregulación de las relaciones laborales y la reducción de los mecanismos de seguridad social. El pago de tasas promovido por el Banco Mundial y el FMI en ámbitos como la educación y la atención médica a menudo pusieron estos servicios fuera del alcance de los sectores más pobres. Ahora, en un momento en que la economía está en la cuerda floja y el desempleo crece, son demasiadas las personas que sufren no sólo una pérdida de ingresos, sino también una inseguridad social al no existir mecanismos de bienestar que las respalden en tiempos difíciles.

Por otra parte, la inseguridad alimentaria mundial, pese a su gravedad, no atrae la suficiente atención de la comunidad internacional. Según la Organización de la ONU para la Agricultura y la Alimentación (FAO), casi mil millones de personas padecen hambre y desnutrición en el mundo. El hambre ha aumentado vertiginosamente debido a la escasez de alimentos originada por decenios de falta de inversión en agricultura; por las políticas comerciales que fomentan la competencia desleal mediante la bajada de precios con la consiguiente ruina de los agricultores locales; por el cambio climático, que conduce a una mayor carencia de agua y degradación del suelo; por la presión del aumento de la población; y por la subida de los costes de generación de energía y la repentina demanda masiva de biocombustibles.

En muchos lugares, la crisis alimentaria se ha visto agravada por la discriminación y la manipulación política de la distribución de alimentos, por la obstrucción de una ayuda humanitaria muy necesaria, o por la inseguridad y el conflicto armado, que han impedido el desarrollo de la agricultura o han negado a la población el acceso a los recursos necesarios para producir o comprar comida. En Zimbabue, donde cinco millones de personas dependían de la ayuda alimentaria al final de 2008, el gobierno usó la distribución de alimentos como arma contra sus opositores políticos. En Corea del Norte, las autoridades restringieron deliberadamente la ayuda alimentaria para reprimir y mantener hambrienta a la población. En Darfur, las tácticas contrainsurgentes de «tierra arrasada» emprendidas por las fuerzas armadas sudanesas y las milicias yanyawid, progubernamentales, destruyeron el sustento y acabaron con la vida de muchas personas. En Sri Lanka, la población civil desplazada y atrapada por el conflicto en el norte del país estuvo privada de alimentos y otra asistencia humanitaria porque el grupo armado Tigres de Liberación de Eelam Tamil impedía a la gente abandonar la zona y porque el ejército srilankés no permitía el pleno acceso a la zona de las organizaciones de ayuda. Posiblemente uno de los casos más escandalosos de vulneración del derecho a la alimentación en 2008 fue la negativa, durante tres semanas, de las autoridades de Myanmar a autorizar la ayuda internacional que necesitaban con urgencia 2,4 millones de supervivientes del ciclón «Nargis», incluso a pesar de que el gobierno desvió sus propios recursos para financiar un referéndum viciado sobre una Constitución aún más viciada.

A la subida de los precios de los alimentos hay que sumar el despido de cientos de miles de trabajadores migrantes o extranjeros a medida que las economías impulsadas por las exportaciones se ralentizan y dan paso al proteccionismo. Las remesas enviadas por los trabajadores extranjeros –que ascienden anualmente a unos 200.000 millones de dólares estadounidenses, el doble de la ayuda internacional al desarrollo– es una importante fuente de ingresos para varios países de renta media o baja como Bangladesh, Filipinas, Kenia o México. El descenso de las remesas supone menores ingresos para los gobiernos y, por tanto, menos fondos destinados a bienes y servicios básicos. Además, en algunos países, la caída de la exportación de mano de obra deja en los pueblos un panorama de hombres jóvenes desilusionados, airados y desocupados, que se convierten en presa fácil para la política extremista y la violencia.

Entre tanto, aunque el mercado de trabajo se contrae, la presión migratoria sigue aumentando, y los Estados receptores recurren a métodos cada vez más severos para mantener a los migrantes fuera de sus fronteras. En junio de 2008 visité el cementerio público de Tenerife, en las Islas Canarias, donde las tumbas no identificadas son testimonio mudo de los esfuerzos truncados de los migrantes africanos por entrar en España. Sólo en 2008, 67.000 personas emprendieron la peligrosa travesía por el Mediterráneo con rumbo a Europa, y no se sabe cuántas murieron durante el trayecto. Quienes consiguieron alcanzar Europa viven en la sombra, sin documentos de identidad, expuestos a la explotación y los abusos, y, desde la adopción en 2008 de la directiva de la Unión Europea (UE) sobre retornos de migrantes irregulares, se cierne sobre sus cabezas el peligro de una detención prolongada seguida de la expulsión.

Algunos Estados miembros de la UE, como España, han suscrito acuerdos bilaterales con países africanos para devolver a migrantes, o directamente para impedirles abandonar el lugar de partida. Mauritania, por ejemplo, ve en estos acuerdos una licencia para detener arbitrariamente, recluir en condiciones precarias y expulsar sin ningún remedio legal a un gran número de extranjeros que se encuentran en su territorio, sin que medien pruebas sobre la intención de estas personas de abandonar el país y a pesar incluso de que no es un delito salir de Mauritania de forma irregular.

A medida que aumenta el número de personas abocadas a unas condiciones cada vez más precarias, crecen las tensiones sociales. Uno de los ejemplos más crudos de violencia racista y xenófoba tuvo lugar en mayo en Sudáfrica, donde 60 personas perdieron la vida, 600 resultaron heridas y decenas de miles se vieron obligadas a desplazarse, pese a que otras tantas decenas de miles entraban en el país para huir de la violencia política y la miseria del vecino Zimbabue. Aunque las investigaciones oficiales no determinaron las causas de los ataques, es generalizada la opinión de que fueron motivados por la xenofobia y la competencia en el acceso al empleo, la vivienda y los servicios sociales, en una situación agravada por la corrupción.

La recuperación económica depende de la estabilidad política. Sin embargo, los mismos líderes que se afanan por componer programas de estimulación destinados a resucitar la economía mundial siguen ignorando los conflictos sangrientos de diversos lugares del planeta que generan abusos masivos contra los derechos humanos, agudizan la pobreza y ponen en peligro la estabilidad regional.

Las condiciones económicas y sociales de Gaza, sitiada y sacudida or los bombardeos militares, son desoladoras. Las secuelas políticas y económicas del conflicto de Israel y los Territorios Palestinos Ocupados se hacen sentir mucho más allá de sus fronteras.

Los conflictos de Darfur y Somalia se libran en zonas con ecosistemas frágiles, donde la creciente dificultad de conseguir agua o proporcionar alimentos para mantener a la población son al mismo tiempo causa y consecuencia de las continuas guerras. El desplazamiento masivo que han originado ha saturado la capacidad de los países vecinos, que ahora tienen que lidiar además con los efectos de la crisis económica mundial.

En el este de la República Democrática del Congo, la codicia, la corrupción y los intereses económicos, en competición con los juegos políticos de poder en la región, han empobrecido a la población y la han atrapado en un círculo vicioso de violencia. Los esfuerzos de reconstrucción y recuperación de este país inmensamente rico en recursos naturales se retrasan debido a la disminución de la inversión extranjera a raíz del declive económico.

En Afganistán, la omnipresente inseguridad ha limitado el acceso de la población –especialmente las mujeres y las niñas–, a alimentos, atención médica y educación. La inseguridad se ha propagado al vecino Pakistán, que ya sufre los efectos de la incapacidad del gobierno para cumplir y hacer cumplir los derechos humanos y atajar la pobreza y el desempleo de la juventud, y está arrastrando al país a una espiral de violencia extremista.

Si alguna lección hemos de aprender de esta crisis económica es que las fronteras entre países no nos aíslan de los daños. Encontrar soluciones a los peores conflictos del planeta y a la creciente amenaza de la violencia extremista mediante un mayor respeto por los derechos humanos es una pieza clave que debe encajar en el objetivo más amplio de reactivar la economía mundial.
De la recesión a la represión

Por una parte, nos acecha el peligro de que el aumento de la pobreza y las pésimas condiciones económicas y sociales desemboquen en inestabilidad política y violencia generalizada. Por otra, puede ocurrir que la recesión vaya acompañada de una mayor represión si los gobiernos afectados (especialmente aquellos con inclinaciones autoritarias) deciden tomar medidas drásticas contra la disidencia, las críticas, y la exposición pública de la corrupción y la mala gestión económica.

En 2008 vivimos el anticipo de lo que cabe esperar de 2009 en adelante. Cuando la gente se echó a la calle para protestar por la subida del precio de los alimentos y la nefasta situación económica, en muchos países se respondió con dureza incluso a las manifestaciones pacíficas. En Túnez, las huelgas y las protestas se reprimieron con una fuerza que causó dos muertes, numerosas heridas y más de 200 procesamientos –algunos de ellos coronados con largas penas de prisión– contra los presuntos organizadores. En Zimbabue se atacó, secuestró, detuvo y mató con impunidad a opositores políticos, activistas de derechos humanos y representantes sindicales. En Camerún, tras unas violentas protestas, al menos un centenar de manifestantes murieron por disparos y muchos más fueron encarcelados.

En época de dificultades económicas y tensiones políticas, son necesarias la apertura y la tolerancia para que el descontento y el malestar puedan canalizarse hacia el diálogo constructivo y la búsqueda de soluciones. Sin embargo, es precisamente en esta coyuntura cuando el espacio reservado para la sociedad civil está menguando en muchos países. En todas las regiones del mundo se hostiga, se amenaza, se ataca, se procesa injustificadamente o se mata con impunidad a activistas de derechos humanos, periodistas, profesionales de la abogacía, sindicalistas y otros líderes de la sociedad civil.

A medida que los gobiernos tratan de sofocar las críticas a sus políticas, suele aumentar la censura mediática, que se suma a las amenazas que ya reciben los periodistas en muchos países. Sri Lanka tiene uno de los peores historiales a este respecto, pues desde 2006 se han cometido 14 homicidios de periodistas en el país. Irán ha restringido la libertad de expresión en Internet y tanto en Egipto como en Siria se ha encarcelado a autores de blogs. China relajó el control sobre los medios de comunicación en el periodo previo a la celebración de los Juegos Olímpicos, pero pronto retomó sus viejos hábitos de bloquear sitios web y ejercer otras formas de censura. El gobierno de Malaisia prohibió la publicación de dos destacados periódicos de la oposición, pues temía las críticas que pudiera recibir antes de las elecciones.

La apertura de los mercados no ha dado lugar necesariamente a sociedades más abiertas. En los últimos años, el gobierno ruso, envalentonado por el poderío económico que le proporcionaban los elevados precios del gas y del petróleo, ha ido adoptando una postura cada vez más nacionalista y autoritaria y ha tratado activamente de socavar la libertad de expresión y atacar a sus críticos. Ahora que la economía rusa pasa por dificultades por la caída de los precios del petróleo y el aumento de la inflación, y el malestar social se extiende, la tendencia autoritaria podría acentuarse todavía más.

China sigue reprimiendo con mano férrea a quienes critican sus políticas y prácticas oficiales. Así, la corrupción oficial y las malas prácticas empresariales no se atajan hasta que estalla el escándalo y se han causado grandes daños, como ocurrió hace unos años con la alarma de la gripe aviar y el síndrome respiratorio agudo y grave, o la epidemia del VIH/sida, y, más recientemente, con el caso de la melamina en productos que contenían leche en polvo. Las autoridades chinas han reaccionado ejecutando en actos de resonancia a las personas declaradas culpables de corrupción, pero poco o nada han hecho para cambiar la conducta de las empresas o del aparato estatal del país.

Contar con una ciudadanía informada y empoderada para pedir que se rindan cuentas es una forma mucho más útil de garantizar que los gobiernos y las empresas hacen bien su trabajo. La libertad es un activo que se debe fomentar, no reprimir, en un momento en que los gobiernos intentan estimular la economía.

Un nuevo modelo de liderazgo

La penuria, la desigualdad, la injusticia, la inseguridad y la opresión son sellos distintivos de la pobreza. Constituyen, sin lugar a dudas, problemas de derechos humanos que no remitirán si únicamente se toman medidas económicas. Por el contrario, requieren una voluntad política fuerte y una respuesta integral que tenga en cuenta los aspectos políticos, económicos, sociales y medioambientales en un marco englobador de derechos humanos y Estado de derecho. Precisan de una acción colectiva y de un nuevo modelo de liderazgo.

La globalización económica ha provocado un cambio en la balanza del poder geopolítico, y una nueva generación de Estados, bajo la forma del G-20, reclama su lugar en el liderazgo mundial. El Grupo de los 20 –compuesto por China, India, Brasil, Sudáfrica y otras economías emergentes del Sur global, así como por Rusia, Estados Unidos y destacadas potencias económicas occidentales– afirma ser una representación más exacta del poder político y del peso económico del mundo actual. Tal vez sea así, pero para convertirse en verdaderos líderes mundiales, los Estados miembros del G-20 deben abrazar los valores universales y enfrentarse a su propia y turbia trayectoria y a su doble moral en relación con los derechos humanos.

Es cierto que el nuevo gobierno de Estados Unidos está marcando un rumbo muy diferente al de George W. Bush en materia de derechos humanos. La decisión de Barack Obama, a las 48 horas de asumir la presidencia, de cerrar el centro de detención de Guantánamo en un plazo de un año, denunciar de forma inequívoca la tortura y poner fin a las prácticas de detención secreta de la CIA, es digna de alabanza, al igual que lo es la decisión del nuevo gobierno de presentar a Estados Unidos a las elecciones del Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Sin embargo, es pronto para saber si este gobierno pedirá respeto por los derechos humanos a países como Israel o China con la misma franqueza y vehemencia con que se lo exige a otros como Irán o Sudán.

La Unión Europea sigue manteniendo una postura ambivalente respecto a su compromiso con los derechos humanos. Aunque se muestra firme en cuestiones como la abolición de la pena de muerte, la libertad de expresión y la protección de los defensores y defensoras de los derechos humanos, muchos países miembros de la UE están menos dispuestos a cumplir las normas internacionales sobre protección de personas refugiadas y eliminación del racismo y la discriminación dentro de su territorio, o a admitir su connivencia con la CIA en las entregas extraordinarias de personas sospechosas de terrorismo.

Brasil y México son firmes partidarios de los derechos humanos en la esfera internacional pero, lamentablemente, a menudo descuidan dentro de sus fronteras lo que predican en el exterior. Sudáfrica ha bloqueado repetidamente las decisiones de la comunidad internacional de presionar al gobierno de Zimbabue para que ponga fin a la persecución política y a la manipulación electoral. Arabia Saudí detiene a miles de personas sospechosas de terrorismo sin juicio, recluye a disidentes políticos y restringe gravemente los derechos de los trabajadores migrantes y de las mujeres. China tiene un sistema de justicia penal muy deficiente, aplica formas punitivas de detención administrativa para acallar las críticas y es el país que más ejecuciones lleva a cabo en el mundo. El gobierno de Rusia ha permitido la detención arbitraria, la tortura y otros malos tratos, así como la proliferación impune de las ejecuciones extrajudiciales en las regiones rusas del Cáucaso Septentrional, y amenaza a quienes se atreven a criticarlo.

Los gobiernos del G-20 tienen la obligación de respetar y defender las normas internacionales de derechos humanos a las que se ha adherido la comunidad internacional. Si no lo hacen, socavarán su propia credibilidad, legitimidad y eficacia. Su meta es encontrar una salida a la crisis económica mundial, y afirman que sus esfuerzos también beneficiarán a las personas que viven en la pobreza, pero ninguna recuperación económica será sostenible ni equitativa si no presta especial atención a los derechos humanos.

Quienes deciden los destinos del mundo deben predicar con el ejemplo. Un buen comienzo para los miembros del G-20 sería que afirmasen claramente que todos los derechos humanos –económicos, sociales y culturales, civiles y políticos– tienen la misma importancia. Durante mucho tiempo, Estados Unidos ha negado la validez de los derechos económicos y sociales y no es parte en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; en el otro extremo, China no es parte en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Ambos países deben adherirse de inmediato a los respectivos tratados. Asimismo, todos los miembros del G-20 han de ratificar el Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, adoptado por la Asamblea General de la ONU en diciembre de 2008. No obstante, suscribir estos tratados internacionales es sólo un paso en lo que está por hacer.

Nuevas oportunidades de cambio

La pobreza en el mundo, exacerbada por la coyuntura económica, ha propiciado la formación de una plataforma que reclama vivamente un cambio en los derechos humanos. Al mismo tiempo, la crisis económica ha alumbrado un cambio de paradigma que abre oportunidades a las transformaciones sistémicas.

En los últimos 20 años, el Estado se ha ido retirando o ha renunciado a sus obligaciones de derechos humanos en favor del mercado, creyendo que el crecimiento económico reflotaría cualquier barco. Ahora que la marea está bajando y las naves empiezan a hacer agua, los gobiernos están cambiando radicalmente sus posiciones y hablan de una nueva arquitectura económica mundial y de un sistema internacional de gobernanza en el que el Estado tiene más protagonismo. Este cambio ofrece la oportunidad de frenar también la retirada del Estado de la esfera social y de rediseñar un modelo de Estado más cercano a los derechos humanos que el que ha caracterizado la forma de hacer política de los últimos 20 años. Asimismo, deja la puerta abierta para replantearse por completo la función de las instituciones financieras internacionales en relación con el respeto, la protección y la realización de los derechos humanos, incluidos los económicos y sociales.

Los gobiernos deben invertir en derechos humanos con la misma determinación con la que invierten en crecimiento económico. Deben ampliar y apoyar las oportunidades en materia educativa y de salud; deben acabar con la discriminación; deben empoderar a las mujeres; deben fijar normas universales y sistemas eficaces para hacer rendir cuentas a las empresas por sus abusos contra los derechos humanos; y deben construir sociedades abiertas donde se respete el Estado de derecho, la cohesión social sea robusta, se erradique la corrupción y el gobierno rinda cuentas de sus actos. La crisis económica no puede servir de pretexto a los países más ricos para recortar su ayuda al desarrollo. La asistencia internacional es si cabe más importante ahora, durante el declive económico, para que los países más pobres puedan prestar los servicios básicos de salud, educación, salubridad y vivienda.

Asimismo, los gobiernos deben trabajar conjuntamente para resolver los conflictos sangrientos. Al estar todo interrelacionado, ignorar una crisis para concentrarse en otra es la receta perfecta para agravar las dos.

¿Aprovecharán los gobiernos estas oportunidades para fortalecer los derechos humanos? ¿Asumirán y cumplirán las empresas y las instituciones financieras internacionales sus responsabilidades en materia de derechos humanos? Hasta ahora, los derechos humanos apenas se han dejado ver en los diagnósticos y recetas propuestos por la comunidad internacional.

La Historia muestra que la mayoría de las luchas por lograr grandes cambios –como la abolición de la esclavitud o la emancipación de las mujeres– no comenzó a iniciativa de los Estados, sino por el empeño de personas de a pie. Los logros obtenidos en el establecimiento de un sistema internacional de justicia, en el control del comercio de armas, en la abolición de la pena de muerte, en la erradicación de la violencia contra las mujeres o en el protagonismo de la pobreza y el cambio climático en la agenda internacional se deben en gran medida a la energía, la creatividad y la perseverancia de millones de activistas en todo el mundo.

Debemos recurrir al poder de la gente para presionar a nuestros líderes políticos. Por eso, Amnistía Internacional, junto con numerosos socios locales, nacionales e internacionales, lanza en 2009 una nueva campaña. Con el lema «Exige Dignidad» movilizaremos a las personas para que pidan a los actores nacionales e internacionales que rindan cuentas por los abusos contra los derechos humanos que generan o agudizan la pobreza. Cuestionaremos leyes, políticas y prácticas discriminatorias y pediremos la adopción de medidas concretas para superar los factores que empobrecen y mantienen a las personas en la indigencia. Con el fin de erradicar la pobreza, llevaremos al centro del debate las voces de los más desfavorecidos e insistiremos en que se les permita participar activamente en las decisiones que les afectan.

Hace casi 50 años, Amnistía Internacional nació para pedir la liberación de los presos de conciencia. Hoy «exigimos dignidad» también para los presos de la pobreza, para que puedan cambiar sus vidas. Tengo la certeza de que, con la ayuda y el apoyo de nuestros millones de miembros, simpatizantes y entidades asociadas de todo el mundo, lo conseguiremos


Fuente: El estado de los Derechos Humanos en el Mundo / Reporte 2009 Amnistía Internacional
Autor: Irene Zubaida Khan (Bangladesh, 1956-). Es la séptima y actual secretaria general de la organización para la defensa de los derechos humanos Amnistía Internacional desde el 2001 (siendo la primera mujer, musulmana y asiática). Estudió derecho en la Universidad de Manchester y en la Facultad de Derecho de Harvard, se especializó en derecho internacional público y en derechos humanos. Ha recibido varios premios académicos, un título de la Fundación Ford, el Premio Pilkington 2002 a la Mujer del Año y el premio por la paz Sydney 2006 (Sydney Peace Prize). En 1977 ayudó a fundar la organización para el desarrollo Concern Universal, y en 1979 comenzó su labor como activista de derechos humanos en la Comisión Internacional de Juristas. Se incorporó al Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en 1980 donde ocupó diversos puestos en la oficina central y en operaciones sobre el terreno para promover la protección internacional de los refugiados. Entre 1991 y 1995, fue primera responsable ejecutiva de Sadako Ogata, alta comisionada de la ONU para los Refugiados. Fue nombrada jefa de misión del ACNUR en la India en 1995, siendo la representante de país del ACNUR más joven en aquel momento, y en 1998 dirigió el Centro de Investigación y Documentación del ACNUR. Encabezó el equipo del ACNUR en la ex República Yugoslava de Macedonia durante la crisis de Kosovo en 1999, y ese mismo año fue nombrada directora adjunta de Protección Internacional.

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