Casi 4.000 años después del Código de Hammurabi, que proponía castigar el delito “ojo por ojo, diente por diente”, algunos argentinos célebres, en consonancia con la crispación social por la ola de inseguridad, favorecen la aplicación de la pena capital, abierta o tácitamente. En el siglo XX, 106 países la abolieron.
Cuando Dawinder Sidhu, catedrático de las universidades estadounidenses George Washington y John Hopkins, se propuso discutir los argumentos de su colega de Harvard Hugo Bedau contra la pena de muerte, comenzó describiendo la larga tradición que el castigo capital tiene en Estados Unidos, a su vez herencia de la legislación británica en las colonias americanas. En un ensayo de cincuenta páginas titulado “La muerte como castigo. Un análisis sobre ocho argumentos contra la pena de muerte”, retrocedió a los tiempos de Enrique VIII, cuando el reinado de la pena de muerte terminó en 72.000 ejecuciones, incluyendo ahorcamientos, gente hervida y otra quemada. Por entonces existían en Inglaterra 222 razones para el asesinato estatal premeditado: desde la falsificación y la traición hasta casarse con un judío o cortar un árbol que tuviera dueño.
Quinientos años después de Enrique VIII, 3.700 después del Código de Hammurabi, un puñado de famosos argentinos propone volver a los tiempos de la mutilación y el ojo por ojo en un mundo donde 106 naciones abolieron la pena de muerte y otras 30 la suspendieron. Según el mapa que actualiza la Coalición Mundial contra la Pena de Muerte, un tercio de los 64 países que aún la mantiene en vigencia pertenece al Medio Oriente y África del Norte. En China también rige la pena capital. En Estados Unidos aún existe en la mayoría de los Estados, pero cada vez se aplica menos y cada vez más Estados optan por la moratoria o la abolición.
Por tratarse de “la mayor democracia de Occidente”, por su omnipresencia global, por tantas películas que muestran ejecuciones, por sus asesinos seriales o por los que hacen cola esperando la hora final, cuando en la Argentina se debate la pena de muerte las miradas se dirigen a los Estados Unidos. Cuenta Dawinder Sidhu en el artículo mencionado que en los tiempos de los linchamientos del Lejano Oeste, que coinciden más o menos con los inicios de la quema “orgánica” de negros a manos del Ku Klux Klan, comenzaron a aprobarse en Estados Unidos las primeras leyes dedicadas a evitar que la pena de muerte funcionara como un espectáculo público al que concurrían centenares de personas. En 1897 comenzó a reducirse el número de crímenes penados y en 1917 los primeros diez Estados abolieron la pena capital (Michigan había sido pionero, en 1846). Desde siempre, la historia de la aplicación de la pena de muerte en EE.UU. tuvo vaivenes, a veces verificables en distintos fallos de la Corte Suprema.
En Gran Bretaña, la pena de muerte se abolió en 1971 (excepto en casos de traición). En Francia, donde se usaba la guillotina, se terminó en 1981. En Canadá, en 1976. Un síntoma de que la pena de muerte es inherente a la cultura profunda de Estados Unidos lo marca el hecho de que la consultora Gallup comenzó a medir su popularidad desde 1937. Alguna vez esa popularidad llegó al 80 por ciento. En nuestro país la realidad es distinta. Pero en tiempos de crispación, la sola y opinable idea de que “Susana y Marcelo marcan el termómetro social”1 se convierte en argumento a favor de la instauración de la pena de muerte. ¿Algo es conveniente, racional, ético o sensato por el solo hecho de ser “popular”? El amigo Dawinder Sidhu, aun cuando rediscute uno por uno los argumentos tradicionales contra la aplicación de la pena de muerte, dice acerca del argumento de la popularidad: “En democracia, la voz de la gente debe importar. Pero el punto es que la popularidad en sí misma no indica si algo está bien o mal”. La esclavitud, agrega, fue muy popular en Estados Unidos.
CAMBIO DE HÁBITOS. En Estados Unidos, los tiempos están cambiando. Dahlia Lithwick es una estadounidense que cubre temas jurídicos para la revista Slate. En un artículo de reciente publicación da cuenta de nuevas tendencias: “De acuerdo con el Centro de Información sobre la Pena de Muerte, dos Estados han decretado moratorias formales sobre la pena de muerte; las ejecuciones en Nueva York fueron suspendidas después de que en 2004 la ley del Estado sobre la pena de muerte fuera declarada inconstitucional; once Estados (incluyendo, más recientemente, Florida y Tennessee) han erradicado efectivamente la práctica debido a preocupaciones sobre la inyección letal; y once Estados más están considerando decretar una moratoria o nuevas apelaciones”.
En 1999, en Estados Unidos fueron ejecutadas 98 personas. En 2006, 53; el número más bajo en diez años. En la década de los 90 se condenó a muerte a unos 300 reclusos. Ese número bajó a 114 en 2006. En 2008 se registraron 37 ejecuciones y 111 condenas a muerte. Hasta las encuestas de Gallup informan que aunque dos tercios de la población aún apoya la pena capital para asesinos, “cuando puede elegir entre la pena de muerte y la prisión perpetua, más gente prefiere la condena a perpetua (48%) a la pena capital (47%), por primera vez en veinte años”. Antoine Deshusses, de la Coalición Mundial contra la Pena de Muerte, añade: “Si bien 36 Estados mantienen la pena capital en sus sistemas, en los hechos las ejecuciones tienen lugar mayoritariamente en los Estados del sur (35 sobre 37 en 2008). Incluso Texas, el Estado que más ejecuta, ejecutó a 10 condenados el último año; el menor número desde 1976”.
¿Qué pasó en Estados Unidos para que se iniciara un ciclo distinto en la opinión pública? Hipótesis: acaso pesaron años de debate, acciones civiles y circulación de información socialmente útil, en sentido contrario a la pura “susanización”2 y demás sensaciones térmicas.
SIENDO QUE LA MORAL NO ALCANZA... La primera discusión que surge cuando se debate la posible aplicación de la pena de muerte pertenece a la esfera íntima de las personas, a convicciones éticas, religiosas, filosóficas, suponiendo que se las tenga. Otra se relaciona con las tradiciones penales y constitucionales, ya que en los medios de comunicación ciudadanos de a pie, periodistas y faranduleros disparan con la instauración de la pena de muerte con la sola, pobre y limitada consigna de “algo hay que hacer”, podría convenirse a puro pragmatismo que ninguna de las dos discusiones –la ética y la constitucional– son “operativas”.
Quienes se oponen a la pena de muerte se manejan con un puñado de argumentos básicos (ver recuadros): el de la componente “barbárica” de la pena de muerte (implica tortura en su aplicación y promedios de espera de la muerte de diez años), el de la falacia de la pena capital como herramienta de disuasión, el de la selectividad racial y social con que se termina empleando (“pena capital para los que no tienen capital”), el de la arbitrariedad y hasta trivialidad con que se termina procediendo, el de las cifras bestias de inocentes ejecutados, el de otra falacia según la cual la pena de muerte ahorra gastos “que pagamos todos” a la hora de mantener vivos y alimentados a los encarcelados, el del uso del asesinato estatal como mera venganza.
En un país enfurecido como el nuestro, donde un presidente dos veces elegido se regocijaba con aquella frase referida al placer de ver pasear al cadáver de su enemigo, no puede sorprender que la pena de muerte aparezca confundida en una idea de alivio y hasta de disfrute ante el eventual linchamiento de un enemigo social. Es clásica la frase precursora de Beccaria en el siglo XVIII: “Me parece un absurdo que las leyes, que son la expresión de la voluntad pública, que detestan y castigan el homicidio, lo cometan ellas mismas y, para alejar a los ciudadanos del asesinato, ordenen uno público”. En México, alguna vez un diputado dijo en una Constituyente del año 1917: “Si no queréis que se mate, empezad vosotros, señores asesinos. ¿No es absurdo pensar que se pueda ordenar una muerte pública para prohibir a los ciudadanos el asesinato?”.
En los últimos años, también en México, donde los niveles de violencia centuplican los números argentinos, también se discute hace tiempo –y se rechazó– la instauración de la pena de muerte. En un artículo del jurista mexicano Enrique Díaz-Aranda, investigador titular del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, se dice: “La pregunta es si la justicia consiste en matar a quien ha matado. Desde mi punto de vista, la ejecución de un delincuente sólo podría considerarse como una expresión de la justicia si ésta se sustentara en el principio de venganza, cuyos orígenes se encuentran en la ley del Talión ‘ojo por ojo y diente por diente’, sólo que en lugar de ser la misma víctima o familiares quienes se encargarían de saciar su sed de venganza la dejarían en manos del Estado; es decir estaríamos ante un acto institucionalizado de venganza justa”.
Sucede algo curioso para los parámetros que quedan en pie en la filosofía del derecho argentino: en Estados Unidos, ya sea en debates académicos o en los juicios mismos, la idea-valor de infligir daño a quienes lo inflingieron, se llame venganza o retribución, tiene un cierto estatus. Habrá que preguntarse, entonces, desde el extremo más tosco de la practicidad, si la pena de muerte –cualquier endurecimiento de las penas– sirve para algo. Una pista cualquiera al respecto, de nuevo en México: hacia 1931, en ese país, el secuestro se sancionaba con una pena máxima de veinte años. Tras una reforma sancionada en 1951 se incrementó la pena a treinta años. En 1955 se añadieron diez años más de castigo. Hoy, México es una de las capitales mundiales de la industria del secuestro.
En la Argentina, las “leyes Blumberg” son ejemplo repetido, aunque ya olvidado, acerca del impacto real del endurecimiento de las penas a la hora de combatir el crimen. Sin siquiera entrar en el terreno hipotético de cómo funcionaría la pena de muerte con la policía y la Justicia que tenemos (en un país donde el gatillo fácil acabó, según la Correpi, con la vida de casi 2.500 personas), parece prudente recordar la cantidad de estudios que muestran que la pena capital no acaba con los crímenes capitales. Quizás alcance con una sola y elocuente estadística elaborada por el Uniform Crime Report de Estados Unidos, dependiente del FBI. Según ese organismo, mientras la tasa de homicidios en Estados donde a principios de los 70 regía la pena capital era de 7,9 cada cien mil habitantes; en los otros –aquellos que habían abolido la pena de muerte– la tasa era menor: 5,1.
Muerte o perpetua: comparación de costos
¿Por qué la plata de nuestros impuestos debe destinarse al cuidado, aseo o alimentación de narcos, violadores y criminales? ¿No ahorraríamos al Estado gastos enormes si rigiera la pena de muerte? El argumento es de uso habitual en los EE.UU. y también tiene su consenso en la Argentina. Sin embargo, quienes estudiaron el asunto rebaten la afirmación de que la pena de muerte es ahorrativa. En 1982, mientras se discutía la eventual reimplantación de la pena de muerte en el estado de Nueva York, una investigación demostró que los gastos derivados de juicios capitales doblaban los costos de mantener al criminal presunto condenado a perpetua. En Maryland, una comparación hecha entre 1974 y 1989 estableció que los procesos en los que no se jugaba la aplicación de la pena capital “valían” un 42% menos que aquellos en que sí rondaba la posibilidad de la ejecución. En Florida, un estado que hasta hace poco fue generoso en la aplicación de la inyección letal, se demostró que el costo de cada sentencia a muerte era de 3,2 millones de dólares, seis veces más que el de las sentencias a perpetua.
Seleccionados para el patíbulo
* Según una investigación utilizada por la Corte Suprema de los EE.UU. en 1987 con datos del estado de Georgia, sobre un total de 2.484 homicidios la aplicación de la pena de muerte se impuso en un 22% en casos que involucraban a un homicida negro y una víctima blanca, en un 8% a homicida y víctima blancos, en un 3% a homicida blanco y víctima negra y en un 1% a homicida y víctima negros.
* En 1990, un estudio más vasto sobre políticas antidrogas hecho por la General Accountability Office, brazo investigativo del Congreso de los EE.UU., mostró que en el 82% de los casos el origen racial de la persona acusada de matar a una persona blanca incidió en la aplicación de la pena de muerte.
* Otros cuadros estadísticos publicados en la década de los 90 mostraron que el 53% de los sentenciados a muerte en EE.UU. son negros, hispanos o de otras minorías. Los negros representan algo más del 12% de la población total estadounidense, la mayoría son lo suficientemente pobres como para no poder contratar a un abogado.
* De Amnistía Internacional: “El número de blancos y negros que son asesinados en Estados Unidos es equiparable. Sin embargo el 82% de los presos ejecutados desde 1977 fueron declarados culpables del asesinato de una persona blanca. El 42% de los condenados a muerte son de raza negra”.
* El Proyecto Inocencia, una clínica jurídica sin fines de lucro asociada a la Facultad de Leyes Benjamin N. Cardozo de la Universidad Yeshiva en Nueva York, informó que en los últimos años se produjeron 194 exoneraciones por ADN en reclusos que estaban cumpliendo condena.
* Un estudio sobre ejecuciones injustas realizado por Hugo Bedau y Michael Radelet afirma que de 1900 a 1991, 416 personas inocentes fueron sentenciadas a muerte.
Fuente: CriticaDigital.com
Fotografía: ahorcamiento en Irán.
Referencias: 1 y 2, expresiones en relación populares artistas argentinos, Susana Gimenez y Marcelo Tinelli.
Cuando Dawinder Sidhu, catedrático de las universidades estadounidenses George Washington y John Hopkins, se propuso discutir los argumentos de su colega de Harvard Hugo Bedau contra la pena de muerte, comenzó describiendo la larga tradición que el castigo capital tiene en Estados Unidos, a su vez herencia de la legislación británica en las colonias americanas. En un ensayo de cincuenta páginas titulado “La muerte como castigo. Un análisis sobre ocho argumentos contra la pena de muerte”, retrocedió a los tiempos de Enrique VIII, cuando el reinado de la pena de muerte terminó en 72.000 ejecuciones, incluyendo ahorcamientos, gente hervida y otra quemada. Por entonces existían en Inglaterra 222 razones para el asesinato estatal premeditado: desde la falsificación y la traición hasta casarse con un judío o cortar un árbol que tuviera dueño.
Quinientos años después de Enrique VIII, 3.700 después del Código de Hammurabi, un puñado de famosos argentinos propone volver a los tiempos de la mutilación y el ojo por ojo en un mundo donde 106 naciones abolieron la pena de muerte y otras 30 la suspendieron. Según el mapa que actualiza la Coalición Mundial contra la Pena de Muerte, un tercio de los 64 países que aún la mantiene en vigencia pertenece al Medio Oriente y África del Norte. En China también rige la pena capital. En Estados Unidos aún existe en la mayoría de los Estados, pero cada vez se aplica menos y cada vez más Estados optan por la moratoria o la abolición.
Por tratarse de “la mayor democracia de Occidente”, por su omnipresencia global, por tantas películas que muestran ejecuciones, por sus asesinos seriales o por los que hacen cola esperando la hora final, cuando en la Argentina se debate la pena de muerte las miradas se dirigen a los Estados Unidos. Cuenta Dawinder Sidhu en el artículo mencionado que en los tiempos de los linchamientos del Lejano Oeste, que coinciden más o menos con los inicios de la quema “orgánica” de negros a manos del Ku Klux Klan, comenzaron a aprobarse en Estados Unidos las primeras leyes dedicadas a evitar que la pena de muerte funcionara como un espectáculo público al que concurrían centenares de personas. En 1897 comenzó a reducirse el número de crímenes penados y en 1917 los primeros diez Estados abolieron la pena capital (Michigan había sido pionero, en 1846). Desde siempre, la historia de la aplicación de la pena de muerte en EE.UU. tuvo vaivenes, a veces verificables en distintos fallos de la Corte Suprema.
En Gran Bretaña, la pena de muerte se abolió en 1971 (excepto en casos de traición). En Francia, donde se usaba la guillotina, se terminó en 1981. En Canadá, en 1976. Un síntoma de que la pena de muerte es inherente a la cultura profunda de Estados Unidos lo marca el hecho de que la consultora Gallup comenzó a medir su popularidad desde 1937. Alguna vez esa popularidad llegó al 80 por ciento. En nuestro país la realidad es distinta. Pero en tiempos de crispación, la sola y opinable idea de que “Susana y Marcelo marcan el termómetro social”1 se convierte en argumento a favor de la instauración de la pena de muerte. ¿Algo es conveniente, racional, ético o sensato por el solo hecho de ser “popular”? El amigo Dawinder Sidhu, aun cuando rediscute uno por uno los argumentos tradicionales contra la aplicación de la pena de muerte, dice acerca del argumento de la popularidad: “En democracia, la voz de la gente debe importar. Pero el punto es que la popularidad en sí misma no indica si algo está bien o mal”. La esclavitud, agrega, fue muy popular en Estados Unidos.
CAMBIO DE HÁBITOS. En Estados Unidos, los tiempos están cambiando. Dahlia Lithwick es una estadounidense que cubre temas jurídicos para la revista Slate. En un artículo de reciente publicación da cuenta de nuevas tendencias: “De acuerdo con el Centro de Información sobre la Pena de Muerte, dos Estados han decretado moratorias formales sobre la pena de muerte; las ejecuciones en Nueva York fueron suspendidas después de que en 2004 la ley del Estado sobre la pena de muerte fuera declarada inconstitucional; once Estados (incluyendo, más recientemente, Florida y Tennessee) han erradicado efectivamente la práctica debido a preocupaciones sobre la inyección letal; y once Estados más están considerando decretar una moratoria o nuevas apelaciones”.
En 1999, en Estados Unidos fueron ejecutadas 98 personas. En 2006, 53; el número más bajo en diez años. En la década de los 90 se condenó a muerte a unos 300 reclusos. Ese número bajó a 114 en 2006. En 2008 se registraron 37 ejecuciones y 111 condenas a muerte. Hasta las encuestas de Gallup informan que aunque dos tercios de la población aún apoya la pena capital para asesinos, “cuando puede elegir entre la pena de muerte y la prisión perpetua, más gente prefiere la condena a perpetua (48%) a la pena capital (47%), por primera vez en veinte años”. Antoine Deshusses, de la Coalición Mundial contra la Pena de Muerte, añade: “Si bien 36 Estados mantienen la pena capital en sus sistemas, en los hechos las ejecuciones tienen lugar mayoritariamente en los Estados del sur (35 sobre 37 en 2008). Incluso Texas, el Estado que más ejecuta, ejecutó a 10 condenados el último año; el menor número desde 1976”.
¿Qué pasó en Estados Unidos para que se iniciara un ciclo distinto en la opinión pública? Hipótesis: acaso pesaron años de debate, acciones civiles y circulación de información socialmente útil, en sentido contrario a la pura “susanización”2 y demás sensaciones térmicas.
SIENDO QUE LA MORAL NO ALCANZA... La primera discusión que surge cuando se debate la posible aplicación de la pena de muerte pertenece a la esfera íntima de las personas, a convicciones éticas, religiosas, filosóficas, suponiendo que se las tenga. Otra se relaciona con las tradiciones penales y constitucionales, ya que en los medios de comunicación ciudadanos de a pie, periodistas y faranduleros disparan con la instauración de la pena de muerte con la sola, pobre y limitada consigna de “algo hay que hacer”, podría convenirse a puro pragmatismo que ninguna de las dos discusiones –la ética y la constitucional– son “operativas”.
Quienes se oponen a la pena de muerte se manejan con un puñado de argumentos básicos (ver recuadros): el de la componente “barbárica” de la pena de muerte (implica tortura en su aplicación y promedios de espera de la muerte de diez años), el de la falacia de la pena capital como herramienta de disuasión, el de la selectividad racial y social con que se termina empleando (“pena capital para los que no tienen capital”), el de la arbitrariedad y hasta trivialidad con que se termina procediendo, el de las cifras bestias de inocentes ejecutados, el de otra falacia según la cual la pena de muerte ahorra gastos “que pagamos todos” a la hora de mantener vivos y alimentados a los encarcelados, el del uso del asesinato estatal como mera venganza.
En un país enfurecido como el nuestro, donde un presidente dos veces elegido se regocijaba con aquella frase referida al placer de ver pasear al cadáver de su enemigo, no puede sorprender que la pena de muerte aparezca confundida en una idea de alivio y hasta de disfrute ante el eventual linchamiento de un enemigo social. Es clásica la frase precursora de Beccaria en el siglo XVIII: “Me parece un absurdo que las leyes, que son la expresión de la voluntad pública, que detestan y castigan el homicidio, lo cometan ellas mismas y, para alejar a los ciudadanos del asesinato, ordenen uno público”. En México, alguna vez un diputado dijo en una Constituyente del año 1917: “Si no queréis que se mate, empezad vosotros, señores asesinos. ¿No es absurdo pensar que se pueda ordenar una muerte pública para prohibir a los ciudadanos el asesinato?”.
En los últimos años, también en México, donde los niveles de violencia centuplican los números argentinos, también se discute hace tiempo –y se rechazó– la instauración de la pena de muerte. En un artículo del jurista mexicano Enrique Díaz-Aranda, investigador titular del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, se dice: “La pregunta es si la justicia consiste en matar a quien ha matado. Desde mi punto de vista, la ejecución de un delincuente sólo podría considerarse como una expresión de la justicia si ésta se sustentara en el principio de venganza, cuyos orígenes se encuentran en la ley del Talión ‘ojo por ojo y diente por diente’, sólo que en lugar de ser la misma víctima o familiares quienes se encargarían de saciar su sed de venganza la dejarían en manos del Estado; es decir estaríamos ante un acto institucionalizado de venganza justa”.
Sucede algo curioso para los parámetros que quedan en pie en la filosofía del derecho argentino: en Estados Unidos, ya sea en debates académicos o en los juicios mismos, la idea-valor de infligir daño a quienes lo inflingieron, se llame venganza o retribución, tiene un cierto estatus. Habrá que preguntarse, entonces, desde el extremo más tosco de la practicidad, si la pena de muerte –cualquier endurecimiento de las penas– sirve para algo. Una pista cualquiera al respecto, de nuevo en México: hacia 1931, en ese país, el secuestro se sancionaba con una pena máxima de veinte años. Tras una reforma sancionada en 1951 se incrementó la pena a treinta años. En 1955 se añadieron diez años más de castigo. Hoy, México es una de las capitales mundiales de la industria del secuestro.
En la Argentina, las “leyes Blumberg” son ejemplo repetido, aunque ya olvidado, acerca del impacto real del endurecimiento de las penas a la hora de combatir el crimen. Sin siquiera entrar en el terreno hipotético de cómo funcionaría la pena de muerte con la policía y la Justicia que tenemos (en un país donde el gatillo fácil acabó, según la Correpi, con la vida de casi 2.500 personas), parece prudente recordar la cantidad de estudios que muestran que la pena capital no acaba con los crímenes capitales. Quizás alcance con una sola y elocuente estadística elaborada por el Uniform Crime Report de Estados Unidos, dependiente del FBI. Según ese organismo, mientras la tasa de homicidios en Estados donde a principios de los 70 regía la pena capital era de 7,9 cada cien mil habitantes; en los otros –aquellos que habían abolido la pena de muerte– la tasa era menor: 5,1.
Muerte o perpetua: comparación de costos
¿Por qué la plata de nuestros impuestos debe destinarse al cuidado, aseo o alimentación de narcos, violadores y criminales? ¿No ahorraríamos al Estado gastos enormes si rigiera la pena de muerte? El argumento es de uso habitual en los EE.UU. y también tiene su consenso en la Argentina. Sin embargo, quienes estudiaron el asunto rebaten la afirmación de que la pena de muerte es ahorrativa. En 1982, mientras se discutía la eventual reimplantación de la pena de muerte en el estado de Nueva York, una investigación demostró que los gastos derivados de juicios capitales doblaban los costos de mantener al criminal presunto condenado a perpetua. En Maryland, una comparación hecha entre 1974 y 1989 estableció que los procesos en los que no se jugaba la aplicación de la pena capital “valían” un 42% menos que aquellos en que sí rondaba la posibilidad de la ejecución. En Florida, un estado que hasta hace poco fue generoso en la aplicación de la inyección letal, se demostró que el costo de cada sentencia a muerte era de 3,2 millones de dólares, seis veces más que el de las sentencias a perpetua.
Seleccionados para el patíbulo
* Según una investigación utilizada por la Corte Suprema de los EE.UU. en 1987 con datos del estado de Georgia, sobre un total de 2.484 homicidios la aplicación de la pena de muerte se impuso en un 22% en casos que involucraban a un homicida negro y una víctima blanca, en un 8% a homicida y víctima blancos, en un 3% a homicida blanco y víctima negra y en un 1% a homicida y víctima negros.
* En 1990, un estudio más vasto sobre políticas antidrogas hecho por la General Accountability Office, brazo investigativo del Congreso de los EE.UU., mostró que en el 82% de los casos el origen racial de la persona acusada de matar a una persona blanca incidió en la aplicación de la pena de muerte.
* Otros cuadros estadísticos publicados en la década de los 90 mostraron que el 53% de los sentenciados a muerte en EE.UU. son negros, hispanos o de otras minorías. Los negros representan algo más del 12% de la población total estadounidense, la mayoría son lo suficientemente pobres como para no poder contratar a un abogado.
* De Amnistía Internacional: “El número de blancos y negros que son asesinados en Estados Unidos es equiparable. Sin embargo el 82% de los presos ejecutados desde 1977 fueron declarados culpables del asesinato de una persona blanca. El 42% de los condenados a muerte son de raza negra”.
* El Proyecto Inocencia, una clínica jurídica sin fines de lucro asociada a la Facultad de Leyes Benjamin N. Cardozo de la Universidad Yeshiva en Nueva York, informó que en los últimos años se produjeron 194 exoneraciones por ADN en reclusos que estaban cumpliendo condena.
* Un estudio sobre ejecuciones injustas realizado por Hugo Bedau y Michael Radelet afirma que de 1900 a 1991, 416 personas inocentes fueron sentenciadas a muerte.
Fuente: CriticaDigital.com
Fotografía: ahorcamiento en Irán.
Referencias: 1 y 2, expresiones en relación populares artistas argentinos, Susana Gimenez y Marcelo Tinelli.
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